Cuando el plan de urbanizar la selva ecuatoriana echó a andar, la retórica del presidente Rafael Correa, empleaba frases como: “Todo para la Amazonía” o “La miseria no es parte de la cultura de nuestros pueblos ancestrales”. Se suponía que las casas de cemento con techos de metal iban a compensar las décadas de olvido que han soportado las comunidades indígenas. Pero la caída de los precios del petróleo frenó la construcción de 11 de estas Ciudades o Comunidades del Milenio en la Amazonía. En la selva solo se levantaron tres. La última fue entregada a la nacionalidad cofán, en junio de 2017, sin discursos ni parafernalia, en plena transición de gobierno. El sucesor de Correa, Lenín Moreno, no ha vuelto a mencionar el tema, pese a que en los foros internacionales se jacta de haber nacido y crecido en la selva.
El sueño del cemento era del expresidente Rafael Correa. Los kichwas asentados en las comunidades llamadas Playas de Cuyabeno y Pañacocha, entre los ríos Napo y Aguarico, recibieron de sus manos las dos primeras Ciudades del Milenio (en octubre de 2013 y enero de 2014), que costaron 43 millones de dólares. El inventario de la prosperidad incluía: una escuela, un mercado, un centro de salud, una estación de policía, un área administrativa, canchas, parqueaderos para bicicletas y miradores en cada ciudad.
En cada casa había una cocina de inducción, cazuelas, sartenes, un refrigerador, camas, muebles de sala, teléfono, una computadora con conexión de Internet, además agua potable y electricidad. Los funcionarios llegaron a prometer que ambas ciudades serían incluidas en los circuitos turísticos de la Amazonía, decían que todos iba a querer visitar esos sitios, pero tan pronto como pasó la euforia inicial, cayeron en el olvido.
Las Ciudades del Milenio han perdido el brillo que tuvieron en su inauguración. La pintura de las casas ha empezado a explotar por la humedad y los cables colocados debajo de los tejados metálicos han producido cortocircuitos y han quemado algunos electrodomésticos. La vegetación está empujando los adoquines de las calles diseñadas para vehículos, que resultan inútiles porque el acceso a ambas ciudades es únicamente fluvial. Hay problemas para evacuar las aguas servidas y la planta de tratamiento de agua potable no funciona. El servicio de Internet gratuito duró unos meses y luego fue cortado. La lista de fallos es larga y los arreglos se convierten en una carga para los ayuntamientos.
Uno de los problemas más graves es la falta de trabajo. Los habitantes siguen arraigados a sus antiguas fincas, casas de madera y techos de zinc, donde trabajan la tierra y cuidan de los animales que les sirven de sustento y que están prohibidos en las urbes de cemento. “La selva está llena de animales, pero aquí en la ciudad no nos permiten”, se queja Pacífico Noteno, uno de los que habitantes de Pañacocha que transita entre ambos hogares. “No puedo hacer nada viviendo aquí, aquí no tenemos trabajo, no tengo nada. En la finca como quiera doy de comer a mis hijas”, cuenta Norma Lanza, otra vecina en Pañacocha.
Los indígenas siembran cacao y café en sus fincas, y sacan a la venta entre uno y tres sacos cada 15 días o cada mes. No es trabajo fácil, como todos los pueblos de las riberas de los ríos amazónicos deben montar su carga en un canoa y navegar hasta los mercados conectados vía terrestre con las grandes ciudades amazónicas. Allí negocian con los compradores que imponen sus precios. “A veces te pagan un dólar la libra de café o cacao, a veces a 75 o 40 centavos”, apunta Benjamin Noteno, otro miembro de la comunidad de Pañacocha. Con esas condiciones, un agricultor que venda un saco en el mejor de las casos obtendrá 100 dólares y podrá comprar víveres y otros productos en el mismo mercado para subsistir hasta que la tierra le permita volver. “A veces el grano de cacao o café está enfermo, le entra polilla, y hay que esperar unos meses hasta curarle la enfermedad”, relata Noteno.
La otra posibilidad de trabajo que tienen los habitantes de las Ciudades del Milenio es a través de la empresa pública Petroamazonas, que opera desde 2010 un campo petrolero vecino a las ciudades de Pañacocha y Playas de Cuyabeno, con reservas probadas hasta 2030. La compañía estatal, como parte de los acuerdos de compensación, suele emplear de forma itinerante a los kichwas y a otros indígenas de la zona, pero los sueldos son bajos (apenas superan los 400 dólares, contando horas extras). “Dicen que no tenemos experiencia y por eso no nos quieren pagar como a los otros”, cuenta Noteno.
En el libro La selva de los elefantes blancos, los investigadores Manú Bayón y Japhy Wilson cuestionan la situación de las Ciudades del Milenio. Hablan de “meras simulaciones de modernidad” y describen escuelas sin profesores, centros médicos sin doctores, policías sin teléfonos móviles, calles sin carros, ciudades sin trabajo que están siendo abandonadas. “Aldeas modelo siempre ha existido desde los tiempos coloniales. Está dentro de los planificaciones occidentales, de construir mundos perfectos en escala pequeña”, señala Wilson y enumera proyectos particulares como el de Henry Ford, que en 1920 construyó Fordlandia en la selva de Brasil para sus trabajadores en las plantaciones de caucho. La construcción de aldeas estratégicas en Vietnam, de parte de Estados Unidos, para reubicar a la población y evitar la amenaza del comunismo. Y más recientemente las ciudades rurales en México, parecido a Estados Unidos en Vietnam, pero con los zapatistas.
“Hay varias iniciativas desde varias perspectivas políticas, en distintos tiempos de la modernidad, todas tienen la idea de producir una nueva sociedad perfecta, un proceso de reingeniería social, pero todos esos procesos han fracasado y la razón general es la distancia entre la visión de los planificadores y la vida cotidiana de la gente de estos lugares”, concluye el investigador.
La tercera y última Ciudad del Milenio, Cofán Dureno, parece más pegada a la vida en la selva porque empleó materiales como la caña guadua en la construcción de las casas, pero hay otros problemas porque la inversión fue de apenas 7,8 millones de dólares, mucho menor comparada que el costo de las ciudades de los kichwas. “Solo nos dieron la casa, nada de muebles ni hay Internet como en las otras ciudades del milenio, tampoco hay policía ni subcentro de salud”, enumera Gladys Vargas, madre de cuatro hijos.