Cuando supe que Marielle Franco había sido asesinada, acababa de llegar de Anapu, la ciudad que recibió la sangre de Dorothy Stang. Cuatro tiros habían destrozado la bonita cabeza de Marielle y también aquella sonrisa que hacía que incluso yo, que nunca la conocí, tuviera ganas de reír con ella. Todavía las tengo cuando veo su fotografía. Y me río con Marielle. Y entonces me acuerdo del horror de la destrucción literal de su sonrisa. Y no lloro. Escribo.
Cuando me llegó la noticia, todavía estaba en la Amazonia, pero me preparaba para coger un avión hacia São Paulo. Cargaba en mi cuerpo el horror de haber constatado que la violencia contra los pequeños agricultores en el estado de Pará era, en aquel momento, peor que en 2005, año del asesinato de Dorothy. En Anapu, había un sendero rojo sangre de 16 ejecuciones de trabajadores rurales desde 2015, personas que no tenían la nacionalidad estadounidense para llamar la atención de la prensa.
Dos días antes, en la carretera de Anapu, me había alcanzado la noticia del asesinato de Paulo Sérgio Almeida Nascimento, director de la Asociación de los Caboclos, Indígenas y Quilombolas de la Amazonia. Paulo recibía amenazas por su actuación y varias veces pidió protección policial. Pedía que el gobierno federal y el del estado de Pará, además del ayuntamiento de Barcarena, tomaran alguna actitud con relación a la empresa minera noruega Hydro Alunorte, de la que existían pruebas que había contaminado el agua de los ríos de la región, amenazando la vida de la población y el medio ambiente. Paulo fue asesinado dos días antes que Marielle.
En Anapu, había escuchado al padre Amaro Lopes afirmar que sabía que estaban tramando algo contra él, que se inventarían algo para interrumpir su lucha. Lo consideraban el sucesor de Dorothy Stang en la protección de los derechos de los trabajadores rurales y de la selva amazónica en la región. Para mí, estaba claro que las reales sucesoras de Dorothy eran las monjas con quien compartía casa y que seguían su trabajo sin derrapar en vanidades personales. Sin embargo, el trabajo de Amaro Lopes era lo suficientemente importante como para que lo interrumpieran con violencia. Dos semanas más tarde, como había previsto el padre, la policía de Pará lo detuvo en una operación cinematográfica y lo acusaron de casi todo. El objetivo era asesinar su reputación y neutralizarlo. Y lo consiguieron.
Cuando me enteré de la muerte de Marielle, este era el mapa de muertes a mi alrededor, solo en el pequeño círculo que era yo. Esas muertes, aunque no directamente, estaban conectadas. Expresaban un nuevo momento del país, uno en que la vida valía todavía menos y la justicia estaba todavía más ausente, cuando no en connivencia con los crímenes.
Desde 2015, la tensión en el campo y en las periferias urbanas crecía en Brasil. Era el resultado directo del debilitamiento de la democracia por el proceso de impeachment, que siempre se siente primero en los espacios más distantes de los centros de poder. Incluso antes de que la destituyeran, Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT), estaba concediendo lo que no se puede conceder, en su desesperación de impedir el proceso que la arrancaría del cargo para el que fue elegida. En la Amazonia, estos mensajes se interpretan con literalidad. Y autorización.