Por qué Ucrania es solo una parte de un nuevo juego

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Guerra Mundial, dijeron cuando Rusia amenazó con invadir Ucrania, y esta vez no se puede decir que la prensa exageraba a lo tonto.

Todavía tenemos la razonable esperanza de que los combates como tal se limiten a territorio ucraniano, sin ir más allá y que, quizás incluso pronto, den lugar a una negociación entre trincheras. Pero lo que ya no se puede negar es que esta vez, por primera vez en muchas décadas, una guerra rusa va más allá de un ajuste local, como lo fueron en el pasado Chechenia, Abjasia, Osetia del Sur, Crimea… Escaramuzas fronterizas para mantener ocupado al vecino y adversario.

Ahora no. Ahora es el regreso del imperio. No es exactamente una sorpresa: Rusia, mayor país en extensión del mundo —aunque detrás de Bangladés o Nigeria en población—, no iba a seguir el ejemplo de otras potencias que durante un par de siglos dominaron tierras en varios continentes y luego volvieron al estatus de paisito sin más aspiración que vivir en paz con sus vecinos, digamos Omán o Portugal; España sería otro ejemplo, aunque al menos aún es invitado permanente en la mesa de los poderosos, el G-20: quien tuvo retuvo. Rusia es demasiado grande para esto. Vuelve a la primera plana de la geopolítica, y lleva años en ello. De forma explícita, pública, desde septiembre de 2015, cuando los cazas rusos aterrizaron en Damasco.

Siria ha sido el trampolín desde el que Rusia está recuperando su papel de potencia mundial y contrincante de Estados Unidos, un rol que jugó durante toda la segunda mitad del siglo XX, bajo la bandera roja comunista. Estábamos acostumbrados entonces, y estaban acostumbrados los regímenes de varios continentes, o bien posicionándose directamente en un bando —Cuba, Yemen del Sur, Etiopía— o bien jugando a dos bandos para negociar compras de armas y respaldo político a unos y otros, como Egipto o Irak.

Tras el descalabro de la Unión Soviética en 1991, el mundo se volvió, eso dijeron, multipolar, pero eso era un eufemismo: el juego estratégico geopolítico de Washington, hasta entonces atento a los movimientos del adversario, se convirtió en una carrera de empresas privadas, dedicadas a logística, armas y petróleo, para fomentar guerras como la de Irak y luego sacar partido de ellas, especialmente con cargo al erario público estadounidense.

Esta explotación descarada de las arcas de EEUU por parte de conglomerados empresariales vinculados a intereses económicos y políticos saudíes se ha interpretado en la izquierda europea como una estrategia política de Washington para dominar el mundo, cuando era lo contrario: George W. Bush y sus colegas ‘neocon’ sacrificaron los intereses del Estado por ganancias de dinero a corto plazo. Pero este malentendido no solo ha favorecido a las empresas en cuestión, dando apariencia política a sus tejemanejes: también ha facilitado el regreso de Rusia. Ante una destruccción anárquica y sin estrategia, ¿quién no prefiere a un tipo que ponga orden?

Para poner orden vino Vladímir Putin: primero en el propio país, que se había hundido a inicios del milenio en un modelo de capitalismo salvaje —una opa hostil se hacía en Moscú apuntándole al gerente con un Kaláshnikov— que dejaba muy atrás las peores pesadillas de un obrero estadounidense. Agente de la KGB, Putin supo reordenar la pléyade de oligarcas para servir a sus propios intereses y a los del país, que gradualmente fue escalando puestos: si en 1999, cuando se hizo con los mandos, estaba en alguna parte entre Holanda y Bélgica en producto interior bruto, y en 2006 aún quedaba varios puestos por debajo de España, ahora está en el puesto 11º mundial, justo detrás de Corea del Sur y Canadá. Quien paga, manda, y Rusia ya tiene dinero para pagar influencias.