Lo que está sucediendo en Argelia entra dentro de lo normal. Cuando el milagro tarda en manifestarse, debemos provocarlo. Los argelinos han esperado el milagro y han acabado por darse cuenta de que el milagro no es un favor del cielo, sino un desafío que hay que afrontar. Por esta razón invaden la calle todos los días. El poder establecido ha demostrado su nocividad. Solo ha aportado a la nación rechazo y odio. Navega a ciegas, en círculos, improvisa en lugar de garantizar, pone parches en lugar de arreglar, llevando inexorablemente al país a la ruina. Ha llegado al paroxismo de lo inaceptable, y por eso hoy presenciamos esta movilización masiva en nuestras ciudades. Los argelinos por fin se atreven a expresar su hartazgo, abrumados por la gestión surrealista de la política en Argelia, una gestión que no ha hecho más que humillar a una nación seducida y luego abandonada.
Hace 20 años, el pueblo argelino, profundamente traumatizado por la década negra, esperaba la calma. Buteflika se propuso como el hombre del momento. Los argelinos, obligados a confiar su destino al “hombre providencial”, le concedieron crédito ilimitado. Buteflika pensó que podía permitirse todo. Se facultó para reformar la Constitución a fin de legitimar todos sus excesos e hizo leyes a medida para prohibir la más mínima objeción, sin dudar en despedir, desterrar y mandar a la cárcel, sin juicio, a las pocas conciencias de la nación. Su reinado favoreció la aparición espectacular de depredadores y prevaricadores, que, con la bendición del poder, se organizaron para tomar el control no solo de la riqueza del país, sino también de sus esperanzas y ruegos.
Hay que reconocer que la resignación del pueblo en los últimos 10 años ha contribuido en gran medida a los excesos de algunos y a las extravagancias de otros. Se consideraba normal sobornar a mansalva, desviar el dinero del Estado sin escrúpulos, meter en cintura a los medios de comunicación y favorecer la mediocridad en detrimento de las capacidades. Es suficiente oír despotricar a nuestros gobernantes para medir el alcance del desastre. Algunos de ellos se entregan a la invectiva, otros a las amenazas más groseras, indiferentes a la vergüenza.
Paralelamente a la corrupción, ejercida como un sacerdocio, asistimos a la proliferación de lo que, en nuestro país, llamamos chkara. El chkara es un fenómeno extraño que se declaró en Argelia hacia el tercer mandato antes de propagarse rápidamente por las altas esferas políticas, donde los elegidos (diputados, alcaldes y senadores) alquilan su escaño a golpe de millones en lugar de acceder a él a través del sufragio. Lo terrible es que ninguno de ellos se escondía. Hubo incluso un diputado que dijo: “No le debo mi escaño a los votos ni a las personas, ¡lo compré con mi dinero!”
De esta manera, lo barriobajero venció a lo moderado. El tráfico de influencias, los enchufes y el nepotismo se convirtieron en el único criterio de promoción, los únicos medios para ascender en la sociedad. Las instituciones se vieron obligadas a adoptar este lema infame: “Enriquecerse rápidamente y reinar por mucho tiempo”. Gradualmente, la ruptura entre los gobernantes y sus “súbditos” se ha ido ampliado. Hoy, una brecha abismal separa la soberanía del Estado de las expectativas pisoteadas del pueblo. Esta mascarada tragicómica no podía continuar. Demasiados peligros gravitan alrededor de la nación. Había que reaccionar. Y la gente acabó por reaccionar. Ha despertado a sus responsabilidades y al futuro de sus hijos, que no saben qué camino tomar.
Se ha producido una auténtica desestructuración de la sociedad argelina, especialmente desde el tercer mandato, que ha llevado a la disfunción de todos los sectores neurálgicos del estado. La escuela, ya sometida a una dura prueba durante los años del terrorismo, ha sido totalmente devastada. ¿Qué futuro se puede augurar a una nación si su escuela no es más que una ilusión óptica? En cuanto a los universitarios, las salidas que se les brindan se basan en huidas hacia delante: el exilio o las drogas. El desempleo ha alcanzado proporciones alarmantes. El malestar social ha contaminado el aire que respiramos. Los padres no saben cómo proteger a sus hijos de la perdición programada. La cultura ha desaparecido, y con ella las aficiones y las vocaciones.
Argelia, este hermoso país, no es más que un vasto desierto invadido por el aburrimiento. Para un Eldorado en barbecho, es simplemente intolerable. Por eso, para recuperar todo lo que se le ha confiscado, se rebela hoy el pueblo. Ya era hora, después de tanta resignación, pero nunca es demasiado tarde para reconstruir y hacer que renazcan las aspiraciones legítimas y la dignidad. Me atrevo a esperar que la movilización siga hasta el final con sus reivindicaciones, porque el camino de la libertad está minado y salpicado de emboscadas. Pero para sobrevivir a lo inevitable es necesario creer firmemente que todo depende de la voluntad de la gente. Y es verdad.