Todavía no sabe cuando, pero Luis cruzará a Calexico en algún momento la semana que viene. Ya llegó la alfombrilla que estaba esperando para el corvette y debe ir a buscarla a su buzón de correo en la ciudad vecina. No es para él, se la pidió un amigo de Ciudad de México. Él ni siquiera conoce el carro, pero siente debilidad por los coches antiguos. No supo decir que no. Además, no le cuesta nada. Cruzará de todas maneras a echar gasolina.
Con 70 años, el profesor Luis Cruz maneja una camioneta de color rojo, una ford de ruedas grandes como orejas de elefante. Es el dueño de la calle en Mexicali, el rojo reluciente de la carrocería regalando destellos y él, bajo su sombrero, hablando de los carros que tiene, los carros de colección, dos joyas que guarda en el garaje de su casa. “El mustang me lo compré cuando estaba en la universidad. Es del 64 y medio”, dice orgulloso. “El austin es del 61. Lo dejaron botado unos gringos en la carretera de Tijuana a Rosarito. Yo lo vi y me lo llevé. Luego busqué a los gringos, pero me dijeron que me lo quedara”, cuenta.
La gasolina en Calexico rinde más, eso dice Luis. Veterano de mil guerras en la frontera, Luis es un pensionista de clase media, originario del Valle de Mexicali. Creció entre árboles de mezquite y campos de alfalfa. Jugó beisbol. Cuando llovía, batallaba con sus amigos a pelotazos de barro. “Era todo muy bonito”, dice.
Flaco y erguido, el cabello gris, tieso como alambre de púas, Luis dirige su monstruo bermellón por una avenida ancha del centro. Aquí aún hay viandantes, la frontera está cerca y muchos cruzan caminando. Pero medio kilómetro más adelante nadie da un paso por la calle. No es cosa del calor, Mexicali goza estos días de un estupendo clima primaveral. A la sombra incluso hace fresco. Simplemente, nadie lo hace. Pudiendo ir en carro, no es algo que a alguien se le ocurriría. El profesor gira a la derecha, luego a la izquierda. Calles anchas, ni un árbol. Al fondo aparece una cadena de montañas pardas como perros callejeros. Luis llega frente a una verja de ladrillo y malla ciclónica, aprieta un botón del llavero y la puerta del garaje se abre. Vamos, invita.
Mexicali es la capital de Baja California, la hermana mayor de Tijuana, la hermana flaquita, callada. Si las garitas de Mexicali registraron en diciembre el cruce de poco más de un millón y medio de personas, en Tijuana fueron casi tres. Mexicali carece de la fama de la ciudad costeña. Influida por sus logros, trata de atraer el turismo, de ahí los esfuerzos por arreglar el centro, el barrio fronterizo. Han plantado algunos arbustos y pintado algunas fachadas.
Desde hace unas semanas, Mexicali se ha convertido en la tercera puerta de entrada de migrantes que vuelven de Estados Unidos. Que Estados Unidos devuelve, más bien. En marzo, los gobiernos de ambos países acordaron que los centroamericanos que lleguen pidiendo asilo esperarán su cita en México. La ciudad se unía así a Tijuana y Ciudad Juárez, canalizadores tradicionales de los migrantes que buscan vida en el norte.
Acostumbrados a trabajar con cierto desahogo, los albergues de Mexicali esperan una avalancha de migrantes estos días. Oída la retórica del presidente de EE UU, Donald Trump, la crisis parece inminente. Pero la avalancha de momento no llega.