El impeachment contra Donald Trump nace herido de partidismo. Salió adelante el miércoles gracias al control demócrata en la Cámara de Representantes y se estrellará en el Senado gracias a los republicanos. El presidente de Estados Unidos está acusado de abuso de poder y obstrucción al Congreso por el escándalo de Ucrania, pero la absolución se da tan por segura que los demócratas temen que el juicio político se convierta en una pantomima. El impeachment, un mecanismo constitucional muy divisivo que Estados Unidos activa por tercera vez en la historia, culmina tres años de tormenta política y se encuentra con un país ya partido por la mitad.
Ambas partes se acusan de mala fe. La presidenta de la Cámara, la demócrata Nancy Pelosi, advirtió este jueves de que no enviará los cargos aprobados al Senado mientras no se hayan sentado las bases para un proceso “justo”, lo que podría retrasar el juicio. El líder de los republicanos en el Senado, Mitch McConnell está coordinando el procedimiento con la propia Casa Blanca, según admitió hace días, y calificó la intención de Pelosi como un reconocimiento de la debilidad de la causa sobre Trump.
El mandatario despertó este jueves como nuevo miembro del reducido club de presidentes estadounidenses procesados para su destitución. Tomó su cuenta de Twitter y acusó al Partido Demócrata de haber puesto en marcha “la mayor caza de brujas de la historia americana”. Un rato después, el líder de los republicanos en el Senado, Mitch McConnell, denunció la «ira partidista» de la oposición. Pelosi le replicó al minuto: “Cuando nuestros padres fundadores redactaron la Constitución, sospecharon que podía haber un presidente corrupto. Lo que no sospecharon es que al mismo tiempo hubiese también un líder corrupto en el Senado”. Y frente a la Casa Blanca, en una tienda en campaña habitualmente allí instalada, un cartel pedía la destitución del “traidor de Trump”.
El día después fue, en resumen, tan crispado como cualquier otro día en Washington. La sensación de cotidianidad que ha transmitido todo este proceso, desde que la investigación en la Cámara baja echó a andar el pasado 24 de septiembre, solo se explica por el clima de turbulencia que Estados Unidos ha normalizado a lo largo de la era Trump. Los otros dos procesos públicos abiertos contra un presidente en el siglo XX —el de Bill Clinton, en 1998, y el de Richard Nixon, en 1974, que no cristalizó en impeachment porque dimitió antes— mostraron hasta qué punto un juicio político de estas características puede dividir a una nación. En este caso, la nación ya está completamente dividida.
El partidismo en el Capitolio se ha extremado hasta llegar a lo tribal. Este miércoles los 431 miembros de la Cámara de Representantes estaban llamados a votar sobre los cargos contra el presidente, acusado de haber presionado —chantajeado incluso— al Gobierno de Kiev para lograr que anunciara unas investigaciones que perjudicaban a los demócratas y le favorecían electoralmente. Los legisladores debían decidir si todo lo que habían estado leyendo y escuchando de testigos sobre el escándalo de Ucrania evidenciaba un caso de abuso de poder y de obstrucción al Congreso. Y el resultado se ajustó a la línea del partido casi al milímetro. Ni un solo republicano presente en la sala vio motivos para juzgar a Trump y, sin embargo, todos los demócratas, salvo tres excepciones, lo consideraron irremediable.
El primer artículo del impeachment, de abuso de poder, salió adelante con 230 votos a favor (229 demócratas y un independiente) y 197 en contra (195 republicanos y dos demócratas). El cargo de obstrucción al Congreso fue aprobado con 229 a favor y 198 en contra (de nuevo, todos los republicanos, más tres deserciones demócratas y una abstención).
Y no, no siempre fue así. En el impeachment a Bill Clinton por el caso Lewinsky, del que este jueves se cumplieron 21 años, 31 demócratas votaron a favor de iniciar la investigación del demócrata. Luego, en la votación final en la Cámara, el equivalente a lo sucedido este miércoles, Clinton tuvo el voto negativo de cinco de los suyos y una docena de apoyos de la oposición, el Partido Republicano. A Richard Nixon fueron sus propios aliados los que fueron a pedirle que dimitiera.
En la sociedad civil, el clima también es distinto de entonces. Un estudio de Pew Research, el centro de investigaciones sociológicas de referencia en Estados Unidos, alertaba en 2014 de que la antipatía de los adultos hacia el partido político de la oposición era mayor que en cualquier otro momento de las dos últimas décadas. El porcentaje de votantes republicanos con una imagen “muy negativa” de los demócratas se duplicó, del 16% al 38%, entre 1994 y 2014. Y en sentido contrario, de demócratas contra republicanos, el desagrado se disparaba del 17% al 43%.
La llegada de Trump al poder tiene algo de consecuencia y de combustible para esa crispación. No se encuentra en la historia moderna un presidente tan divisivo, que haya roto tantos protocolos, que haya convertido el insulto y las acusaciones de conspiración a sus propias instituciones en algo tan cotidiano. Lo mismo se burla de los dientes de Pelosi por Twitter, que tacha de débil y falso al primer ministro de Canadá, o cuestiona la credibilidad de sus propios servicios de inteligencia. Todo mientras se sucedían las investigaciones —por financiación ilícita de campaña u obstrucción a la justicia—, y el activismo anti Trump se recrudecía.
En teoría, los senadores deben ahora determinar si Trump congeló 391 millones de dólares en ayudas militares a Ucrania y jugó con una invitación a la Casa Blanca con el fin de lograr unas pesquisas sobre su rival político Joe Biden y el hijo de este, Hunter, por sus negocios en el país. También, si el torpedeo del mandatario a esta investigación, negando la declaración de 12 testigos de la Administración y la entrega de una treintena de documentos, amerita el cargo de obstrucción. Pero esto no va de leyes ni de pruebas, va de matemáticas: 53 de los 100 escaños están ocupados por los republicanos.